Primeros capítulos de "El reflejo del agua" (Diario de una viajera en el tiempo)








El reflejo del agua

Diario de una viajera en el tiempo 
(primera parte)


Miriam Erlan
Copyright © 2018 Miriam Erlan
Todos los derechos reservados.
ISBN-13: 9781790159918




PRÓLOGO


¿Alguna vez has sentido nostalgia por una situación que jamás has vivido? ¿Y si descubrieras que se trata de un pasado aún por acontecer?
Me llamo Diana, cuando leas mi historia habrán pasado más de doscientos años. Sin embargo, puede que te hayas cruzado conmigo esta misma mañana, puede que sea tu compañera de asiento en el metro o que te esté observando en este preciso instante mientras lees las palabras que escribí hace muchos años. Al fin y al cabo, no hay nada decidido, aunque quizás creas en el destino, es probable que pienses que el futuro ya está escrito, nada más lejos de la realidad, has de saber que los sucesos en el tiempo son moldeables, incluso los pasados. Sin embargo, no todo se encuentra bajo nuestro control, siento desilusionarte, pero la vida se resume en acontecimientos que se van sucediendo como eventos lineales y desencadenantes de lo que luego serán las circunstancias que gobiernen la propia existencia. Contratiempos casuales que, sin saberlo, se van apoderando de tu vida hasta convertirse en los verdaderos ejecutores de lo que llamas tus propias decisiones. Puntos, a priori, sin conexión, pero que si se miran desde la distancia y con la perspectiva del tiempo, recobran un sentido casi mágico.
Aunque no todo es fortuito, he de informarte que en 
estos instantes no estás leyendo mi diario por casualidad.
¿Me creerías si te dijera que soy una viajera en el tiempo? ¿Y si algún día tú también lo fueras?
      Aviso a navegantes, no soy la única.






       1. ACTA MUTATO


Diego miró a ambos lados de la salida de la cueva. Si aquello era el futuro, las cosas no parecían haber cambiado mucho. Pero un sonido aún más ensordecedor que el producido por el agua perdiéndose en el interior de la gruta se impuso, obligando al hombre a levantar la vista.
En un principio pensó que podía tratarse de un trueno, fruto de alguna tormenta que se avecinaba. Sin embargo, ante su asombro, descubrió cómo una extraña forma planeaba veloz el cielo. Retrocedió un par de pasos buscando el resguardo de la cueva.
—Es un avión, planea como las aves rapaces y ruge como las fieras —informó Antoine ante la sorpresa de Diego—. En realidad sirve para transportar a personas y enseres.
—¿Ahí dentro hay personas? —preguntó el hombre enarcando las cejas casi sin poder creerlo.
No llevaba ni un minuto en el futuro, y le parecía imposible lo que su amigo le estaba descubriendo.
—Sí, y espera a ver las ciudades donde viven en este tiempo —continuó Antoine—, los edificios son tan altos que hay veces que en los últimos tramos la niebla no se disipa en todo el día, pero sin duda lo mejor de todo es la realidad virtual.
Diego miró su amigo incrédulo mientras ambos hombres volvían a internarse en la cueva para retroceder los siglos necesarios que les llevarían de vuelta a su tiempo.
No podía evitar cierta inquietud ante la propuesta de Antoine, sin embargo, la curiosidad y el poder que le daría tener puertas intertemporales dentro de su propio hogar ganaban con creces la contienda que se lidiaba en su interior.
—Está bien —cedió por fin Diego—. Te doy mi consentimiento para que construyas el edificio aquí mismo.
—Créeme amigo, es un emplazamiento único —aseguró Antoine satisfecho—. Además, tú mismo podrás controlar las puertas temporales.
—¿Cuándo se podrán utilizar con seguridad? —preguntó Diego ansioso.
—Aún tengo que construir la habitación de los espejos que lleven a los diferentes tiempos y, antes de eso, he de hacer la antesala… —respondió Antoine pensativo
—¿La antesala?, ¿qué antesala? —preguntó Diego extrañado.
—¿Qué antesala va a ser, amigo? La habitación masónica para nuestra logia…
—Por la que nunca pasa el tiempo —interrumpió Diego recordando a qué se refería.
Antoine afirmó satisfecho.
—¡Un momento! —exclamó Diego haciendo que su amigo parara en seco al instante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Antoine inquieto.
—Si ya he dado mi consentimiento para que la casa se construya en este lugar, ¿por qué en el futuro aún no existe?
Antoine no pudo evitar sonreír. Esa era una de las preguntas que muchos viajeros en el tiempo inexpertos se hacían. Diego, como era de esperar, también desconocía 
todas las reglas que regían este tipo de viajes.
—Fácil —concluyó su amigo—, porque en nuestro tiempo aún no está construida.
Diego lo miró extrañado mientras intentaba poner en orden las teorías aún no reveladas, pero sí imaginadas.
—Entonces, ¿me estás diciendo que… el futuro puede cambiarse?
Antoine volvió a sonreír ante el descubrimiento de Diego. 
—Querido amigo, si no pudiéramos cambiar los acontecimientos venideros, ¿para qué demonios construiríamos puertas intertemporales? —preguntó Antonie mientras le hacía entrega de un extraño libro. 
Las doradas letras del título que presidían la cubierta resplandecieron bajo la luz tintineante de la lámpara de aceite. Por un instante, a Diego le pareció que cobraban vida bajo los destellos frenéticos que la llama proyectaba sobre estas.
—Praeterita, praesentia et futura, in uno loco —pronunció Diego mientras leía lo que mostraba la cubierta marrón de cuero—. ¿Y este libro? —preguntó desconcertado descubriendo las blancas páginas que lo conformaban.
—No es un libro —aclaró Antoine—. Es un acta mutato.
Una inesperada corriente de aire volvió a hacer bailar la llama de la lámpara proyectando fantasmagóricas sombras sobre el agua, que se descubría oscura bajo los pies de ambos hombres. Por un instante, la luz de la llama ganó a la penumbra reinante haciendo posible que Diego vislumbrara su propio reflejo en el agua subterránea, que le devolvió la 
imagen más nítida y perfecta que jamás había visto.








       2. REGRESO AL HOGAR


Trasmoz, 28 de junio de 2018
Bien, ¿por dónde íbamos? ¡Ah!, ¡el destino! Te lo confirmo, no existe, es un hecho que la historia puede alterarse. Sin embargo, he de informarte que no todo depende de nosotros, que las circunstancias personales que nos rodean se mezclan y diluyen con las otras: las ambientales y las históricas. Sin ir más lejos el estudio del pasado siempre fue mi pasión y la carrera de Historia mi principal ocupación hasta que logré licenciarme. 
Durante mis horas de estudio en que las diferentes asignaturas se solapaban en un sinfín de datos, fechas y sucesos, podía imaginar con facilidad cómo habrían sido las cosas en ese mismo instante ya pasado, al menos eso creía. Me fascinaba pensar que los diferentes episodios de la historia que se reflejaban en los libros y los apuntes en realidad habían existido, que sin duda habían sido tan reales como el presente en el que me encontraba.
Este pensamiento también se trasladaba a la historia que conocía sobre mi familia. Al menos la más reciente, la que se remontaba al siglo XVIII. Probablemente el escenario sería tan diferente a la época presente, que a menudo, cuando lo pensaba me hacía estremecer. Solía evocar los diferentes eslabones que, generación tras generación, habían conformado la naturaleza de mi familia. Pensaba más bien en mis antepasados, a los que, por la diferencia temporal que nos separaba, jamás conocería. Aun así, experimentaba una curiosa sensación de cercanía. Si bien éramos extraños a los que el tiempo había separado, quizás por la familiaridad de sus facciones, tal vez por las legendarias historias que me había contado mi abuela Lucía, encontraba en los viejos retratos familiares rostros amigables en los que seguro podría haber confiado o incluso querido. 
Gran parte de la historia de mi familia se había desarrollado en una antigua casa, algo así como una mansión familiar que un antepasado mandó construir a comienzos del siglo XVIII. En ella habían nacido, vivido y muerto diferentes miembros de nuestra familia. La mansión, ahora maltratada por el tiempo y el abandono, aún dejaba adivinar en sus viejas paredes las huellas de un pasado imperturbable. Se encontraba casi en ruinas, tenía la fachada ennegrecida por el paso del tiempo y por algún que otro incendio, tristes vestigios de las guerras que tuvo que soportar. Aun así, el devenir de los años no había conseguido extinguir el porte señorial del edificio que se erguía entre los árboles como una fortaleza inexpugnable.
La misteriosa casa, según algunos, maldita, había sido construida sobre un gran peñón rocoso que escondía una inmensa cavidad valiéndose de este promontorio como poderoso cimiento al que agarrarse. Una base sólida sobre la que perdurar a través del tiempo. 
Contaban que, durante la construcción de la misma, se podía escuchar el rugir de la roca, como si en su interior habitara una enorme bestia que clamara por salir de su cárcel. Sin embargo, el perpetuo rugir no era más que el ruido que la fuerza del agua generaba. Un enorme y caudaloso río bajaba con furia para estrellarse en el interior de la piedra hueca, formando una cascada interna a causa del abrupto desnivel. Al parecer, el torrente subterráneo había esculpido la roca, con el poder del tiempo y la fuerza del agua, convirtiéndola en una enorme cavidad en la que quizás, cupiera la propia casa si un día le diera por esconder sus enormes paredes en el interior de la tierra. No obstante todo eran vanas especulaciones y leyendas familiares, rumores que habían pasado de una generación a otra sin saber si se trataba de una suposición sin importancia o de un hecho verídico. Lo que sí era constatable es que, al parecer, aquel río subterráneo, que la casa escondía en sus entrañas, tenía su origen en un arroyo procedente de las colinas más cercanas al mismo Moncayo. Ese mismo cauce que se abría paso como una enorme serpiente que, sinuosa y veloz, desaparecía sin rastro para esconderse en lo más recóndito de las rocas que cimentaban el castillo de Trasmoz, que se encontraba a pocos metros por encima de la casa familiar. De este modo, el arroyo entraba por un extremo del castillo para solo percibir su sonido subterráneo en el extremo opuesto a este. 
En más de una ocasión, mi abuela Lucía me había contado cómo aquellas mismas aguas que trascurrían por el subsuelo de la casa, habían sido fruto de una antigua disputa con el cercano Monasterio de Veruela, y cómo esa situación, había dado lugar a que, a día de hoy, Trasmoz fuera un pueblo maldito y excomulgado. Un hecho realmente peculiar y extraño.
A pesar de mi interés por la historia de mis ancestros, casi tenía olvidado aquel viejo edificio en mis recuerdos de la niñez, cuando el abogado de la familia me llamó para ponerme al día sobre la situación, ya que yo era la única heredera de la casa. 
Habían pasado seis meses de aquel fatídico accidente que se llevó la vida de Dani, aquel primo lejano que más tarde se convertiría en mi compañero de vida. El psiquiatra me había bajado la dosis de los ansiolíticos al notar una incipiente mejoría. Aun así, convenimos que la retirada de los fármacos fuera gradual.
—No queremos dar un paso en falso, ¿verdad? —preguntó el psiquiatra detrás de sus pequeñas gafas mientras yo asentía. 
Durante los meses de duelo había decidido dejarme llevar por las circunstancias que me acompañaban. Poco podía hacer por devolver a la vida a todos los familiares que habían ido desapareciendo. Dejaba pasar mi existencia impasible y gris como un día invernal, y con la esperanza de que en algún momento llegara de nuevo la primavera a mi vida. 
Si hubiera dejado que la rabia dominara mi ser, me hubiera quemado por dentro e ido con ellos, pero si algo tenía claro es que a mis veintiocho años quería vivir, aunque fuera con la esperanza de algún día volver a ser feliz.
En el presente me encontraba en una soledad buscada, solo interrumpida por las ocasionales llamadas de los amigos de toda la vida. Introvertida por naturaleza, ahogaba mis penas con la rutina solitaria de una existencia monótona, sin demasiado ánimo de hacer nuevas amistades. Solo me aferraba a la gente de confianza, amigos que me conocían muy bien, a los que no tenía que dar ninguna explicación sobre mi mutismo temporal.
También en soledad, decidí hacer una visita a la casa familiar. Quería reencontrarme con los viejos fantasmas del pasado, quizás despedirme de ellos. No tenía claro qué iba a hacer con la mansión, lo decidiría estando allí.
La vieja casa, sin estar habitada hacía tiempo, tenía un aspecto lúgubre y sombrío. Cualquier persona se hubiera pensado dos veces pasar unas horas tras aquellas paredes, y mucho menos unos días. Sin embargo, para mí no era una casa cualquiera. Al atravesar la verja del jardín sentí que el propio edificio me acogía en su regazo como una madre que espera ansiosa la vuelta de algún vástago perdido; me sentía como la hija pródiga que vuelve años más tarde con la madurez de quien ha vivido y aprendido, pero que vuelve a su hogar, al fin y al cabo. El aliento de toda mi familia, conocida y no conocida, estaba ahí mismo. Casi los podía tocar y aunque ya no se encontraran en mi realidad, los sentía como un manto cálido en una fría noche de invierno.
A través del vestíbulo descuidado, observé un montón de hojas secas que, de algún modo, se habían conseguido colar dentro de la casa. Alcé la vista y vi las escaleras serpenteantes, que como una enredadera en bucle invitaba a subir al piso de arriba. Después de todo, por dentro no daba la impresión de la decadencia exterior. Recorrí con lentitud el pasillo principal entrando en cada estancia. Lo recordaba todo tal como era, pero con la perspectiva de la niñez en la que todo lo que te rodea es mucho más grande que cuando eres adulto, y algo de la grandiosidad que guardaba en mi memoria fue sustituida por el realismo que se imponía.
Pronto se haría de noche, así que me dispuse a preparar la cama del que siempre fue mi dormitorio. Se trataba de la habitación más próxima a las escaleras de caracol que bajaban al sótano. 
Pero antes de ir a dormir la curiosidad me pudo, y a pesar de la oscuridad que poco a poco le iba ganado al día, pude desempolvar ciertos objetos que llevaban allí mucho tiempo. Testigos de paso intergeneracional, todos parecían querer contarme su propia historia y a todos los escuchaba con avidez: un reloj de arena, una antigua brújula que desvelaba la orientación de la casa, candelabros con aire fantasmal por las telarañas de años, libros antiguos, lámparas de aceite…, todo tenía un aspecto irreal. Hubo algo que me llamó la atención, extrañándome de no haberlo visto antes: una vitrina de cristal protegía una réplica de la casa en miniatura. Una verdadera obra de arte que me prometí a mí misma que si algún día vendía la casa, sería una de las piezas que me llevaría conmigo. 
Fuera, la claridad de día se había trasformado en un pequeño hilo de luz que apenas iluminaba el interior. En la casa sobrevivían muy pocas bombillas en las viejas lámparas, consecuencia de no haber estado habitada durante mucho tiempo, así que decidí utilizar la linterna del móvil y la pequeña réplica se iluminó por completo dejando ver sus múltiples detalles. La figura me hablaba, me decía cómo había sido la casa en una época lejana. Durante mi repaso a esa obra de arte, un destello provocado por la luz en una superficie reflectante me deslumbró y durante unos segundos estuve sin poder ver nada. Recuperada ya de mi transitoria ceguera, pude percatarme de que la pequeña réplica se encontraba rodeada de diferentes espejos dispuestos, de tal modo, que reflejaban la casa desde distintos ángulos, multiplicándose hasta el infinito. El efecto óptico, casi mágico, sobre la réplica del edificio, me fascinó. Aquella caja trasparente que protegía la pequeña mansión tenía una base de madera con una enigmática inscripción en latín: praeterita, praesentia et futura, in uno loco. Pude observar, cómo de su base, una diminuta manivela sobresalía, y sin poder reprimir la curiosidad por ver si funcionaba, la giré. La réplica comenzó a dar vueltas sobre sí misma al son de una extraña melodía. Hipnotizada, por el sonido de la música y por los efectos visuales que los espejos producían al moverse, pasé largo rato observando el fabuloso artilugio. Cuando logré salir de mi ensimismamiento, la noche ya era cerrada.
Antes de irme a la cama hice una visita a los retratos de la casa. Quería anunciarles mi llegada, al fin y al cabo, eran los verdaderos moradores del viejo edificio. Ellos parecieron asentir satisfechos. Las miradas de mis ancestros, perdidas en la oscuridad y rescatadas por un instante por la linterna de mi móvil parecieron entornarse para seguir mis movimientos por el largo pasillo y, por primera vez en mucho tiempo no me sentí tan sola. 
Volviendo sobre mis pasos, observé de nuevo los retratos de los primeros moradores de la casa, los pertenecientes al siglo XVIII, y recordé cómo mi abuela Lucía me había explicado que había sido don Diego Borau junto con su mujer de origen francés, el responsable de la construcción de la mansión en la que me encontraba. También contaba que aquel adinerado antepasado provenía de las frías tierras del Pirineo Central, más concretamente, de un pueblo que lindaba con la frontera gala y que a su vez daba nombre al apellido familiar: Borau. 
Los siguientes retratos pertenecían a don Jaime Borau, hijo del mismo, que mandó construir la casa y fue médico de la comarca, a su lado se hallaba su esposa: doña Engracia, una mujer elegante y orgullosa, con un semblante severo pero de mirada dulce. El único hijo de ambos, también llamado Jaime como su padre. Los siguientes retratos en la estirpe se mostraban con un apellido diferente: Borao. Alguien me explicó que habían tenido que cambiarlo durante la Guerra de la Independencia para que no diera confusión alguna con ningún apellido de origen francés. Así pues, consideraron que cambiar la “u” por la “o” era una forma práctica de “españolizarlo”. Contiguo a este se desvelaba otro retrato: el mismo Jaime Borau, pero esta vez acompañado de su esposa e hijos. La mujer era hermosa y posaba con una mano puesta de un modo estratégico que ocultaba su vientre, quizás intentando disimular un incipiente embarazo. Al matrimonio les acompañaban tres vástagos: un jovencito de unos catorce años, una pequeña de diez y un bebé de meses.
Mi abuela Lucía, poco antes de morir, me habló de ellos como quien narra un cuento de hadas. Una extraña expresión delataba la especial predilección de la mujer por aquellos antepasados. Sus ojos encharcados mostraban la pena por el desdichado final que les había aguardado. 
“¡Y todo por esa maldita guerra!”, mascullaba con rabia contenida. 
En aquel preciso instante no relacioné la triste historia con los retratos que se mostraban ante mí, quizás por el momento de su vida en el que me lo había contado, en el que el alzhéimer, traicionero, le hacía confabular intentando llenar el vacío de unos recuerdos perdidos por otros inventados, y supuse, que a pesar del fervor y la coherencia con la que me había narrado aquella historia, bien podría tratarse más de otra de sus confabulaciones que de algo que había ocurrido.
Continué observando con deleite los viejos cuadros como si de un gigantesco álbum familiar se tratara, sin embargo, del resto de los rostros solo podía especular con el parecido y la posibilidad de si serían hijos o nietos de los anteriores. Todo se confundía con una amalgama de rostros de niños, jóvenes y ancianos, repitiéndose las mismas personas en diferentes periodos de su vida. El esfuerzo por adivinar me fatigó y decidí irme a descansar.
La noche trascurría con su impasible soledad, a pesar de los extraños ruidos nocturnos que recordaba en mi niñez, me encontraba sumida en el más absoluto silencio. ¡Quién sabe!, quizás los fantasmas se habían cansado de sus alborotos nocturnos viendo que nadie respondía a sus llamadas de atención. 
Me giré hacia la ventana, la silueta del castillo de Trasmoz se iluminaba por una luz mortecina que se colaba tras los cristales para alumbrar también gran parte de la estancia donde me encontraba. Aunque desde mi ángulo no lograba ver la esfera blanca, sabía que era noche de luna llena y que el cielo estaba despejado. Se podían distinguir con facilidad varios ramilletes de estrellas y planetas cercanos. En el horizonte, Venus se alzaba con sus destellos de diosa queriendo competir con la reina de la noche, regordeta y blanca y, en un extremo, agudizando la vista, advertí el atenuado rastro rojizo de Marte, eterno amante de Venus que pugnaba por acercarse a ella sin éxito. 
—Están muy cerca —musité—, pero no juntos.
En aquel momento la tristeza me invadió. Había acordado conmigo misma que no caería en el recuerdo melancólico de Dani, y así lo haría. Una lágrima furtiva surcó parte de mi mejilla y me la sequé con avidez, como quien no quiere ser descubierta en su llanto. Decidí que lo mejor que podía hacer era dormir. Los ansiolíticos que me había tomado antes 
comenzaban a hacer su trabajo.






       3. ECOS DEL PASADO


Trasmoz, 29 de junio de 2018
Aún dormida comencé a escuchar un martilleo en la lejanía. En un principio, resistiéndome a despertar, lo integré en mi sueño, como quien acoge un intruso en su casa, pero a los golpes se unieron voces lejanas, que me recordaban al trajinar de un hogar en plena ebullición. Nada extraño de haberme encontrado en mi piso de la ciudad a las ocho de la mañana, sin embargo, en la mansión estaba sola, no había vecinos tras las paredes contiguas y era de madrugada.
Me levanté despacio de la cama. Llevaba puesto un antiguo camisón, lo había encontrado en el interior de uno de los armarios sorprendentemente limpio y fresco, como si esperase mi llegada para vestirme aquella noche. Pensando que pudiera ser de mi abuela Lucía y satisfecha por el resultado de su comodidad, había decidido que era una buena opción para dormir. Así pues, con la linterna de mi móvil a modo de guía, decidí salir a investigar y averiguar de una vez por todas de dónde provenían los sonidos por los que tanto habíamos especulado durante años.
Bajé las escaleras muy despacio, no quería resbalar ni perder el hilo de dónde provenían las voces. En mi camino pasé por delante del enorme reloj de péndulo. Lo había puesto en hora aquella misma tarde, marcaba las cuatro de la madrugada. Seguí bajando las escaleras y pronto me encontré en el sótano de la casa. Aún con el desconcierto típico de alguien que se acaba de despertar, tenía la sensación de estar todavía soñando. En cualquier caso, lo onírico de la situación me estremecía. 
Mi sueño más repetido consistía en una casa en la que en ese momento consideraba mi hogar, descubriendo habitaciones de las que nunca antes me había percatado, preguntándome por qué hasta entonces nunca había entrado en ellas. Dani, psicólogo de profesión, intentaba analizar mis repetitivos sueños, decía que la casa me representaba a mí y las diferentes estancias constituían partes de mi persona, lo cual significa que, si ahora me encontraba bajando a las profundidades del edificio, era obvio que se trataba de lo más recóndito de mi interior, el subconsciente más escondido y desterrado de mi conciencia. Esa idea me hizo estremecer y temí por lo que pudiera encontrar en este sueño, si es que en realidad lo era.
Seguí bajando, creía conocer todos y cada uno de los lugares de la casa, sin embargo, por más que me esforzaba, no lograba recordar que aquellas escaleras de caracol bajaran de un modo tan profundo. Era obvio, me encontraba en un lugar del edificio en el que jamás había estado, y ya era demasiado tarde para subir a mi dormitorio. Los sonidos fortuitos y las voces despreocupadas cada vez se oían más cercanas. La curiosidad acumulada de años de especulaciones habían conseguido llevarme a lo más recóndito de la gran mansión. Ahora, los sonidos que había escuchado se fundían con el devenir de un río subterráneo, aquel al que siempre le había creído el culpable de los ruidos nocturnos. Ambos sonidos se fundían y entrelazaban como una melodía rítmica, sin embargo, se diferenciaban a la perfección. Era obvio que provenían de lugares diferentes. La teoría, que tantos años había perseguido como razonamiento a los misteriosos sonidos se desvanecía en medio de la incertidumbre de la noche.
Ya pisaba el peñón que sujetaba la casa cuando distinguí una pequeña puerta en un extremo de la piedra. Era poco más que una trampilla, oxidada por la humedad. El suelo también se mostraba mojado, por primera vez me percaté de que me encontraba descalza. No me importaba, si había llegado hasta allí, no volvería hacia atrás, estaba dispuesta a descubrir todo aquel embrollo. Seguro que se trataba de algo que respondía a la lógica, más allá de las especulaciones fantasmagóricas.
Mientras abría la pequeña puerta atisbé una serie de relieves a los que no presté demasiada atención, al fin y al cabo, no sabía si eran producidos por el efecto del desgaste de la humedad y del tiempo, o si por el contrario, eran genuinos de la puerta. Cuando conseguí entrar en el interior de la zona que cerraba la trampilla, no pude hacer otra cosa que frotarme los ojos, la razón me decía que eso no podía estar pasando.
La estancia, sorprendentemente amplia, a pesar de la pequeñez de la puerta, estaba iluminada por varias velas que, incrédula, pude comprobar que no se consumían, como si el tiempo se mantuviera imperturbable en aquella habitación. Nada más entrar en el habitáculo mi móvil se apagó y dejó de funcionar a pesar de mi insistencia por encenderlo de nuevo. Lo di por imposible y decidí concentrarme en ver dónde me encontraba en realidad. 
La sala era amplia y rectangular, al fondo había un gran espejo de donde provenían los ruidos que me habían llevado hasta la estancia. Frente a la entrada, en el extremo más alejado a esta se apoyaba un gran cirio encendido y, delante de este, una enorme silla, quizás la más grande de todas las que se encontraban allí, forrada en un terciopelo rojo, parecía que ni la humedad, ni el polvo, ni siquiera el tiempo hubieran pasado por ella. 
Recorrí con una mirada rápida el resto del salón. A pesar de dar la impresión de tratarse de objetos y mobiliarios muy antiguos, todo parecía más nuevo en contraste con el resto de la casa. Encima de la gran mesa de piedra, protegida por un mantel rojo, había varios objetos: uno era una antigua brújula que revelaba la orientación de la habitación. El símbolo del Este apuntaba a la silla de terciopelo rojo. Yo me encontraba al lado de la puerta que estaba en el oeste, franqueada por otros dos grandes cirios, cada uno de los cuales iluminaba una silla justo delante. Estas también eran de un brillante terciopelo rojo, pero más pequeñas. Otras sillas de madera, iluminadas por las pequeñas velas en los candelabros que se encontraban dispuestos en la mesa, se distribuían alrededor de la estancia. Demasiado alterada por el trascurrir de los acontecimientos, no me detuve a contar cuántas había.
Giré sobre mis propios pasos, y detrás de mí, casi pegadas a la pared, dos hermosas columnas franqueaban la puerta. En una de las columnas se podía leer la letra “B” y en la otra a la misma altura la “J”. Una tercera se encontraba desplazada a un lugar más lejano, muy cerca de la gran silla aterciopelada. El suelo era un mosaico de baldosas blancas y negras que se intercalaban como un enorme ajedrez al que solo le faltaban las figuras. Sin duda alguna se trataba de una habitación construida para desarrollar las actividades propias de una logia masónica. 
Encima de la mesa había más objetos, algunos de los cuales reconocí enseguida: la brújula que había visto al principio, unos guantes en el extremo más cercano a la gran silla, un mallete y varios artilugios más que no logré comprender de qué se trataban en realidad. Al otro extremo de la mesa, pude adivinar una especie de tela cuidadosamente doblada y una piedra irregular. 
De pronto, mi corazón brincó inquieto en mi pecho al descubrir en el suelo una especie de espada pequeña y delgada con un filo sinuoso que dibujaba pequeñas ondas como una serpiente arrastrándose entre la maleza. 
Una voz interior, quizás el miedo, quizás la consciencia que luchaba frenética por imponerse en mi mente, gritaba en mi interior: “¡vete! ¡vete!”.
El rítmico martilleo continuaba indiferente al otro lado de la pared del espejo. Atraída por el sonido que me había llevado hasta allí, me acerqué al lugar de donde provenía el martilleo. Pronto descubrí con sorpresa que no se trataba de ningún espejo, en realidad era un vacío en la pared, un vacío que dejaba ver otra estancia no menos extraña. Se trataba de un habitáculo rodeado de grandes espejos enmarcados, ¿o eran vacíos que llevaban a otras estancias? A priori, todos parecían idénticos, pero en realidad no lo eran; los símbolos que descansaban en cada uno de los marcos los delataban. Hubo un espejo que me llamó la atención por ser ese de donde provenían los insistentes martilleos. Me interné sin mayores dificultades en la sala rodeada de los espejos para asomarme curiosa al único espejo de donde provenía el rítmico sonido. Al no ver más allá que un difuso reflejo, me dispuse a apoyar mi oreja en el cristal. Sin embargo, mi corazón saltó en un respingo al no sentir su superficie lisa en mi piel y, en vez de eso, el vacío y el precario intento por mantener el equilibrio me llevó a dar un traspié y sin darme cuenta atravesar aquella otra puerta no esperada. Para mi sorpresa, la misma sala de suelo ajedrezado volvió a descubrirse bajo mis pies, ¿cómo podía ser posible? Creía haber avanzado hacia otra estancia, creía haber entrado por otro espejo, pero me encontraba en la misma extraña sala masónica. Sin pensarlo decidí huir de aquella misteriosa habitación, que parecía empeñarse en aparecer una y otra vez, precipitándome lo más rápido que pude por la misma 
trampilla por la que había entrado instantes antes.






       4. UN VIAJE INESPERADO


Trasmoz, 18 de marzo de 1808
La fresca brisa de la mañana erizó mi piel solo protegida por el camisón. Mis pies, descalzos, estaban al borde de entumecerse con el frío del suelo de piedra. Delante de mí se descubrían las mismas escaleras de caracol por las que instantes antes había bajado, sin embargo, para mi sorpresa, se abrían paso más nuevas invitándome de nuevo a subir. El fuerte martilleo, que con tanta atención había escuchado y que me había guiado hasta donde me encontraba, seguía con la indiferencia de quien no se cree escuchado y continuaba constante. No pensaba, no tenía miedo y casi no sentía mi cuerpo sumido en un frío helador. Simplemente me dejé guiar por el sonido más fuerte y continué caminando. 
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, por fin, descubrí el verdadero origen del martilleo: un muchacho se encontraba tapiando con tablas las ventanas de madera del corredor, sumiendo poco a poco la casa en una extraña oscuridad, solo interrumpida por ciertas rendijas que dejaban pasar algunos hilos de sol matinal.
El chico, al percatarse de mi presencia, clavó su mirada en mí, primero en mi cara, intentando adivinar quién era. Poco a poco sus ojos se fueron posando en las diferentes partes de mi cuerpo. Descalza, en camisón, y con los pies embarrados, probablemente daría la impresión de ser un fantasma o alguna persona desequilibrada que había conseguido colarse en la mansión. Pero ¿quién era ese joven?, ¿y qué demonios hacía en la casa familiar? Yo estaba tan sorprendida como él.
El aturdimiento mutuo fue interrumpido por una voz proveniente del otro extremo del pasillo, una figura negra con pasos firmes se abría paso entre los hilos de sol. Por la penumbra del corredor apenas pude ver su rostro hasta que estuvo a tan solo unos metros de mí. Su cara, tan familiar como la que podía haber sido la de una tía o de una abuela, me examinó unos instantes.
—Diana —pronunció con una tranquilidad pasmosa mi nombre—, ¿ya estás aquí? No te esperábamos hasta el mediodía —comentó con naturalidad.
Mi garganta, seca por la impresión de quién no entiende lo qué está pasando, apenas podía emitir sonido alguno. Asentí con la cabeza, sin embargo, mi rostro reflejaba la incógnita de la incredulidad.
El muchacho, que había dejado de martillear, único testigo de nuestro encuentro, nos miraba con la boca entreabierta, como quien no puede salir de su desconcierto y decide perderse en él. Ambas nos percatamos de lo que estaba ocurriendo, y la mujer de vestido negro dio una frenética palmada ante los incrédulos ojos del chico, casi rozando su rostro. El muchacho pareció sobresaltarse, como el que despierta de un sueño hipnótico.
—¡Muchacho! ¡Vuelve a tu trabajo, las tablas no se clavan solas! —le amonestó con rostro severo.
La mujer, de unos sesenta y cinco o setenta años, iba ataviada con un vestido negro de seda, típico de las viudas enlutadas de la alta sociedad del siglo XVIII. Me cogió de un brazo, el voluminoso ropaje rozaba una de mis piernas al andar. Apresurada, mirando casi a varios sitios a la vez, me dirigió a una de las habitaciones de la casa. 
—He mandado preparar esta estancia para ti, espero que te guste y que te sientas tan cómoda como en tu propio hogar —anunció con solemnidad— de hecho, esta es tu casa —continuó con una sonrisa pícara de complicidad.
Instantes antes, en el pasillo, con la severidad de sus movimientos y por la intransigencia con la que había llamado al orden al muchacho, no hubiera pensado que la mujer sonriera muchas veces. Sin embargo, en la soledad de la habitación, su mirada se trasformó en dulce y maternal.
—¡Si estás helada, muchacha! —se sobresaltó al observar mi piel enrojecida por el frío.
Me arropó con una manta de lana, la aspereza rozó mi cuerpo, pero acepté de buen grado un poco de calor. 
Me percaté que a donde realmente me había conducido, era la misma estancia en la que me hallaba dormida hacía unos escasos tres cuartos de hora, sin embargo, aquel dormitorio ahora me pareció más amplio y confortable. El crepitar del fuego, que se encontraba encendido, me recordó al de mi niñez en la vieja casa familiar. 
Mi mente racional me convenció de que no se trataba más que de un sueño muy vívido que me llevaba a otro siglo, a otra época, pero en la misma casa. Quizás fruto de todo el tiempo que había pasado observando y analizando aquella noche los rostros de mis predecesores. 
—Cómo te he dicho antes —interrumpió mis pensamientos—, pensábamos que vendrías dentro de unas horas, al mediodía. Tenía pensado bajar a buscarte al sótano, sin embargo veo que ya conoces el camino muy bien —comentó mientras volvía a mirarme con sonrisa cómplice.
Mi incredulidad se reflejaba en todo mi ser. La mujer, lista como una liebre, comenzó a sospechar que quizás yo ignoraba algunos detalles que ella había dado por hecho que yo conocía.
Deshizo la cama con cuidado de no retirar demasiado la maraña de sábanas y mantas que la cubrían, y me ayudó a acomodarme dentro de ella. El colchón de lana se amoldó a mi figura al instante.
—Es mejor que ahora duermas un poco, sin embargo antes me gustaría hacerte una pregunta. Sé que te llamas Diana y que vienes de una época que aún está por acontecer en este tiempo, pero… ¿de qué año? —preguntó sin rodeos.
No pude menos que responder con otra pregunta a la mujer 
—¿En qué año nos encontramos? —pregunté atónita.
—En 1808 —informó sin vacilar a mi pregunta—, a 18 de marzo de 1808.
Lo que ocurrió después no lo recuerdo con claridad, probablemente debí desfallecer por la impresión o sumirme en un voluntario sueño para no enfrentarme a lo imposible.
La alarma del despertador del móvil comenzó a sonar indiferente al espacio-tiempo. Por primera vez en muchos meses volví a sentir a Dani a mi lado en la cama, desperezándose. Tal como hacía siempre, dio un largo bostezo y, después de estirar sus largas extremidades, se levantó de un salto para preparar el desayuno en la cocina. El suave tintineo de la cucharilla al chocar contra la taza fue sustituido por el leve zumbido del microondas. Yo permanecía en la cama, con los ojos aún cerrados, intentando despertarme totalmente sin demasiado éxito. El móvil volvió a sonar lacónico, la brusca alarma alteraba mis oídos y mi mente, sin embargo, no conseguía moverme para apagarlo. Intenté abrir los ojos, fue imposible. La desesperación se apoderó de todo mi ser desembocando en una angustia que me paralizaba aún más. Por fin, en un intento desesperado por despertarme, contuve la respiración para alertar a mi mente de que me dejara libre del sueño que me atrapaba. Cuando logré despertarme, exaltada y exhausta, me incorporé en la cama y respiré profundamente. Los sonidos cotidianos de tazas, microondas, así como el tintinear de la cuchara se habían ido junto a Dani. Sin embargo, aún sonaba la insistente alarma del móvil perdido entre el revoltijo de mantas y sábanas. Cuando conseguí encontrarlo y apagar la obstinada alarma marcaba las nueve de la mañana. Era evidente que no coincidía con la luz del sol que, en forma de finas hileras, se colaba tras las rendijas de las contraventanas del dormitorio. Calculé que serían las cuatro de la tarde más o menos. Miré ansiosa a mi alrededor, reconocí la habitación que había elegido para dormir a la llegada a la casa el día anterior, pero pronto comprobé que aún me encontraba en el siglo XIX. Sueño o realidad, decidí dejarme llevar por los acontecimientos. 
Volví a mirar el móvil. Pedía el PIN, me alegré de que aún siguiera funcionando. Me disponía a ingresarlo cuando unos nudillos chocaron con la puerta de la habitación donde me encontraba. Los golpes eran sutiles, casi perdidos en el crepitar de las brasas de la chimenea. Contesté con un dudoso “adelante”.
La puerta se entornó despacio y volvió a aparecer ante mí la misma mujer que me había informado de la fecha en la que me encontraba.
—¡Diana! —pronunció mi nombre con una leve sonrisa—, ¿has podido descansar? —continuó con la misma naturalidad que antes de mi desmayo—. Has dormido durante toda la mañana y parte de la tarde, quizás debas comer algo antes de ver a Jaime, quiere hablar contigo.
—¿Quién es Jaime? —pregunté curiosa.
—Jaime Borau, mi hijo —continuó—. Señor de esta casa —contestó sorprendida de que no lo supiera.
Pronto mi mente comenzó a trabajar con fervor, recordando y rescatando las viejas historias de los primeros moradores de la mansión familiar. En cierto modo los había visto en los viejos retratos hacía tan solo una horas, aunque estaba segura de no recordar algo importante de aquella familia del siglo XIX a pesar de que los rostros de más de doscientos años de antigüedad habían refrescado mi memoria con nombres, fechas y sucesos.
Sin duda alguna, la mujer mayor era Engracia, natural de Trasmoz y viuda de Jaime Borau, que era el médico de la comarca, quien a su vez era el hijo de don Diego, el mismo que mandó construir la mansión a principios del siglo XVIII.
Si bien la mujer que se mostraba ante mí era bastante mayor que lo que se advertía en su retrato, analizando sus pronunciados rasgos no cabía duda de que era ella. Creía recordar que la abuela me había contado que era una mujer muy especial, culta y conocedora de plantas curativas, que junto con los conocimientos de la medicina más avanzada del momento que su marido le había trasmitido en vida, la convertían en una persona célebre por su gran diligencia a la hora de sanar a los enfermos.
También recordé que Jaime, el actual señor de la casa, se había casado con una mujer que se llamaba Mónica, suponía que, en ese momento, ya había fallecido a causa de un complicado parto. Con ella tuvo tres hijos de los cuales desconocía sus nombres, sin embargo podría reconocer sus rostros porque los había visto tan solo unas horas antes en los retratos que colgaban en el corredor de la casa.
—No tenemos mucho tiempo —sentenció Engracia angustiada volviéndome a sacar de mis pensamientos.
—¿Cómo? —pregunté sin saber a qué se refería.
—Muchacha, en la carta se explica muy bien. 
—¿Carta? —pregunté atónita.
La mujer se estaba empezando a impacientar por mis preguntas y mis reacciones de sorpresa. Sin ánimo de crispar el ambiente y con temor de que el sueño se tornara en pesadilla, decidí callarme y asentir a todo lo que decía hasta que pudiera leer el misterioso manuscrito al que se refería Engracia.
La mujer mandó llamar a una de las muchachas que trabajaban en la casa para que ayudara a vestirme, suponiendo que poco o nada sabría de los complicados ropajes de principio del XIX.
Pronto comprendí porque Engracia había supuesto que iba a necesitar ayuda. Varias capas de revestimiento conformaban el incómodo atuendo, todas ellas ajustadas por un oprimidísimo corsé que intenté aflojar al mismo tiempo que la muchacha lo apretaba sin compasión. La chica adivinó mis deseos.
—No señora. —Me miró atónita —. Así es como se debe llevar.
—¡Pero, si apenas puedo respirar! —mascullé sin aliento.
La joven, que percibió mi protesta como una orden, comenzó a aflojar el cordón que se entrelazaba en el aparatoso corsé y, poco a poco, el estómago y los pulmones volvieron a llenarse de aire.
—Gracias —asentí con una amable sonrisa.
La muchacha correspondió a mi agradecimiento con un leve asentimiento de cabeza.
Una vez vestida y oportunamente dispuesta de pies a cabeza, Raimunda, que era como llamaban a la muchacha, me acompañó al despacho de Jaime. 
Atravesamos el angosto pasillo que desembocaba en la biblioteca. Conocía la estructura del edificio y el orden de las estancias muy bien, todo me resultaba extrañamente familiar y desconocido al mismo tiempo.
Como ignoraba las costumbres de los que habían sido mis antepasados en el siglo XIX, esperé precavida a la siguiente acción de la muchacha, que no fue otra que hacerme una leve reverencia y marcharse, dejándome en la antesala del despacho.
La puerta se abrió de improviso, volviéndome a encontrar cara a cara con la mujer. Una leve sonrisa curvó sus labios y me invitó a pasar. 
La estancia no había cambiado mucho en los últimos doscientos años. La misma vieja mesa de madera noble presenciaba la habitación. Desde luego había envejecido bien. Evoqué el recuerdo de la última vez que la tuve ante mí hacía tan solo unas horas, era, en efecto, unos doscientos años más vieja, pero igual de formidable.
En un extremo del despacho estaba Jaime, alto y delgado, porte heredado de ambos progenitores. Después de una rápida pero educada reverencia, invitó a que me sentara, a la vez que él también lo hacía. Engracia se acomodó en una silla que se hallaba cerca de la puerta, custodiando la entrada.
—Mi madre me ha informado de todo lo acontecido hoy —comentó con semblante serio. 
Me sentía examinada y observada tras la gran mesa, como en una entrevista de trabajo, pero en vez de mi currículum, una carta descansaba sobre la noble madera. Sin duda, ese debía de ser el manuscrito del que me había hablado Engracia, No obstante, si algo tenía claro es que esa letra no me pertenecía. 
Pedí permiso para leerla, con la esperanza de que me aclarase el motivo por el que estaba allí.
—Por supuesto —afirmó Jaime—, es tuya.
Leí y releí la carta ante la atenta mirada de mis dos acompañantes, quería tener claros todos los detalles que en ella se describían y saber de qué manera podría darles la ayuda que se supone que mis familiares esperaban de mí.
En ella se describía lo fatídico de los hechos si no se actuaba de inmediato. Una conspiración contra la familia por parte de algunas personas de pueblos vecinos, la violencia de las tropas francesas y el propio tifus acabarían con toda la familia si no se ponía remedio, a excepción del pequeño Pedro que en ese momento tenía siete años y del cual, al parecer, descendíamos todos los que habíamos llegado al siglo XXI. La carta, además de describir las consecuencias de los acontecimientos que se desatarían en el transcurso de las últimas fechas, recomendaba que tal día como hoy se comenzaran a tapiar con tablas las ventanas que no tuvieran la protección de las contraventanas. Esto me aclaró por qué ese chico estaba protegiendo los ventanales del corredor.
A medida que iba leyendo la carta, comencé a recordar rescatando una vieja historia familiar que había decidido arrinconar en mi memoria. No sabía muy bien si la causa de tal olvido se debía a lo triste de la historia o quizás por los acontecimientos del día que la escuché, que fue el último que pude ver a mi abuela consciente, hablando tranquilamente y no postrada en la cama con la muerte invitándola al sueño eterno. 
En aquel momento como un resorte que vuelve a la superficie, más visible que nunca, la historia sobre el trágico final de los moradores del siglo XIX, con el trasfondo de la fatídica Guerra de la Independencia contra Francia, se hizo clara y diáfana en mi memoria.
De repente, mi mente se trasladó a mi abuela y a la residencia, al recuerdo de aquella tarde de otoño en que una fuerte granizada azotaba todo lo que se interponía en su camino hacia el suelo, estrellándose furiosa con los viandantes que en ese momento luchaban por controlar sus paraguas golpeados por las piedras de hielo. Numerosas personas se habían resguardado en los portales y salientes de las casas, esperando a que amainara. Yo observaba inquieta la escena, dentro de un rato tendría que salir y, para colmo, no tenía paraguas.
La abuela también se mostraba intranquila, observando el suelo blanco por la fuerte granizada. Me dio la sensación que en su memoria se evocaba algún viejo recuerdo, quizás vivido o quizás hipotético, no podría saberlo con certeza. Las confabulaciones con las que intentaba llenar una memoria que poco a poco se iba vaciando bajo unas neuronas que desaparecían, hacían imposible distinguir los recuerdos reales de los confabulados.
Me miró fijamente, como queriendo captar mi atención y, sin mayor explicación, comenzó a relatarme la triste historia de cómo murieron todos y cada uno de los miembros de la primigenia familia, allá en los albores del siglo XIX.
—Primero fue Mónica, mujer de Jaime, que a su vez era hijo de Engracia, con la que tuvo tres hijos. —Hizo una pausa con el deseo de lograr la fuerza necesaria para que la voz no le temblara por la repentina turbación—. Fue por un parto complicado —prosiguió después de un largo suspiro —, el bebé tampoco consiguió sobrevivir. Luego fue el primogénito de Jaime. Se encontraba estudiando en Madrid, y un tiro perdido, fruto de los altercados del Motín de Aranjuez, alcanzó su pierna, la herida se infectó por la falta de cuidados y murió. —La abuela miró al suelo con tristeza —. Su padre Jaime decidió ir a buscar el cuerpo del joven a Madrid para llevarlo consigo y darle sepultura. Sin embargo, de camino, unos franceses lo asaltaron, él se resistió y murió en la pelea. 
La abuela seguía hablando, ahora con tono lacónico, quizás como coraza para que no le pudiera el llanto por los dramáticos hechos que estaba contando, casi como vividos en primera persona.
—Semanas más tarde, la niña, única hija de Jaime, se contagió de tifus muriendo en pocos días debido a las altas fiebres. Engracia, la abuela de la niña y reconocida curandera, hizo lo imposible por salvar a su pequeña, sin embargo la enfermedad ganó la batalla aquella vez, quedando sola en la mansión al cuidado del pequeño de la familia y con la única protección de algunos fieles criados. Por aquel entonces no eran pocos los habitantes de de pueblos vecinos que se habían enterado de la desgracia de la familia. Algunos de ellos, fruto de los celos o de alguna antigua disputa familiar, culparon a Engracia como generadora de todos los males acusándola como culpable de acabar con todos los miembros de su propia estirpe, porque era bruja, y ese era el precio que había tenido que pagar a causa de su pacto con el diablo. —La abuela hizo una pausa y me puso en contexto—: como sabrás, en aquella época comenzaba la Guerra de la Independencia y con ella el odio a todo lo que sonara a francés o tuviera la más mínima relación con este país. Por ello, muchos decían que bien merecido lo tenían por afrancesados. No sé si ya te comenté que algunos antepasados provienen del Pirineo Francés. Además, había rumores de que la abuela de la familia había atendido a un hombre enfermo que pertenecía a las tropas de Napoleón, y eso no había gustado nada a las gentes de los pueblos de alrededor. No obstante, lo que en realidad deseaban era dejar sin herederos la casa familiar y hacerse con ella, así como con las tierras ¡y cómo no! con el agua perdida en los confines de la roca que aun sustenta el edificio. Por desgracia casi lo consiguieron.
—El pequeño logró sobrevivir. —Deduje haciéndome consciente de mi propia existencia debida al niño de la historia.
—Sí —contestó la abuela—, así fue. —Sus ojos, que en aquel momento ya estaban en otro tiempo, volvieron a humedecerse.
—Una noche de luna llena algunos vecinos, armados hasta los dientes, fueron con antorchas a la casa. Comenzaron a tirar piedras rompiendo todos los cristales de las ventanas e intentando entrar por ellas. La abuela, sabiendo que el objetivo del ensañamiento era ella misma, para proteger al pequeño de la familia, bajó hasta el sótano. Ya sabes, por las escaleras de caracol —comentó con mirada evocadora—, y allí dejó al niño, en la penumbra.
—¿Lo dejó solo en el sótano? —pregunté con los ojos muy abiertos.
—¡Claro! ¿Qué otra cosa podría hacer? La querían asesinar y probablemente al niño también.
—Cierto —le di la razón mientras recordaba algunos grupos extremistas. No en vano, las personas dejamos de pensar y nos convertimos en fanáticos sin cerebro cuando actuamos en grupo.
—Nadie supo, en verdad, cómo se salvó —dijo la abuela interrumpiendo mis pensamientos—. Después de estar semanas desaparecido, cuando todo el mundo lo creía muerto, un buen día reapareció al mismo tiempo que llegaba una pariente lejana para hacerse cargo de él.
—¿Ella lo cuidó hasta que se hizo mayor? —pregunté con curiosidad.
—No, muy a su pesar, no podía quedarse con el pequeño, y si se lo llevaba con ella, la casa quedaría sin heredero que lo habitara, con el peligro de que alguien ajeno a la familia se quedara en ella y la hiciera propia. Sin embargo, aquella familiar lejana del pequeño dejó todo muy bien atado, y antes de irse se aseguró de que al niño no le faltara nada. Unos criados, sin hijos y ya demasiado viejos como para tenerlos, se ocuparon del pequeño, dándole los cuidados, el cariño y el amor que todos los niños necesitan, —siguió narrando la abuela mientras se le volvían a llenar los ojos de lágrimas—. A cambio, el matrimonio viviría en la casa hasta el mismo día de su muerte, y de este modo, el pequeño creció, se casó y, aquí estamos. —La sonrisa de la abuela ahora era amplia y orgullosa.
Disfrutamos unos segundos del final triunfal, hasta que recordé a Engracia y pregunté, temiéndome el peor de los finales. El rostro de la abuela Lucía volvió a las sombras.
—No hizo falta que entraran a sacarla. Ella, orgullosa, conocía cuál iba a ser su final. Por ello no pretendió salvarse, sin embargo, antes de abandonar la casa, y sabiendo las oscuras artimañas de muchos que habían provocado tal situación, comenzó a hablar y maldecir en latín comportándose como una auténtica bruja ante el terror y la estupefacción de los allí presentes.
“¡Sí, soy una bruxa y maldigo mil veces al que ose quedarse con mi casa y al que are mis tierras sin permiso!”
—¿De verdad hizo eso? —pregunté sorprendida—. ¡Qué astuta! 
La abuela premió mi deducción con un guiño.
—Lista como un zorro —afirmó—, de este modo, aprovechándose de las supersticiones de sus enemigos, consiguió que nadie, excepto los criados que cuidaron del pequeño, se atrevieran a entrar en la casa familiar. Muchos aún creen que el edificio está maldito y la tierras también —me susurró mientras volvía a guiñar un ojo. —Gracias a Engracia mantenemos la casa alejada de los extraños. Lo que vino después no es lo más agradable...
—¡Cuéntalo abuela! —apremié.
—La llevaron a lo más alto de la colina, en un extremo del castillo. Allí habían plantado un gran tronco acompañado de cuerdas de amarre y, al pie de este, apiladas, un montón de ramas y hojas secas preparadas para que ardieran con Engracia.
Tragué saliva y me agarré a la silla.
—De repente, una gran ráfaga de viento zarandeó las ramas de los árboles. Después de un sonoro trueno, comenzó una enorme granizada, quizás una de las más vigorosas que se recuerdan en el lugar. Todos estaban aturdidos ante la fuerza de los elementos. Aterrados, pensaron que se trataba de alguna energía maliciosa provocada por la que creían que era una mujer embrujada.
Mi mirada se entornó y acto seguido se dirigió hacia el ventanal, en él pude descubrir los adoquines de la calle cubiertos por pequeñas bolitas de hielo. Una imagen que recordaba más a una postal navideña que a una intensa granizada en una tarde de otoño.
—Ella aprovechó el desconcierto de la muchedumbre que pretendía quemarla viva y, sin pensarlo, se precipitó por el escarpado barranco falleciendo al instante. De este modo consiguió sus tres objetivos aquella noche: el primero, poner a salvo al pequeño Pedro; el segundo, que nadie extraño se atreviera a entrar en su casa familiar; y el tercero, una muerte mucho menos dolorosa, ¿no crees?
—Desde luego —musité impresionada por sus palabras.
Cuando acabó de contarme la historia, no dejó que le hiciera más preguntas sobre el tema. No pude averiguar cómo había conocido todos aquellos hechos que con tanta determinación me había narrado, ni siquiera si su relato se trataba de un acontecimiento real. Supuse que muchos detalles formarían parte de su propia confabulación, como otras tantas historias que me había contado a pesar de que, en esta ocasión, el relato estaba bien construido y en ningún momento había vacilado ante los sucesos descritos, a diferencia de otras ocasiones, en las que dudaba y volvía a retomar la historia en un punto ya narrado.
Mostró prisa por que me marchara. Aprovechando que el granizo había cesado, me convenció para una apresurada marcha.
—Marcha, palomita —apremió mientras me daba un beso en la mejilla—, que ahora está más tranquilo.
Me fui, y la puerta de su habitación se cerró con un gran golpe tras de mí, avivada por la corriente que, apremiante, se había colado desde la calle y ahora viajaba veloz por las diferentes estancias del edificio, con el mismo ímpetu que cuando una ráfaga inesperada de acontecimientos se cuela en tu vida: casi sin darte cuenta y sin tiempo para reaccionar.






       5. MISIÓN POR CUMPLIR


Cuando por fin volví de mis recuerdos en forma de revelaciones, no pude menos que estremecerme al contemplar a mis antepasados allí presentes. La carta no explicaba nada de estos tristes acontecimientos. Sin embargo, narraba que una terrible desgracia se cernía sobre todos los miembros de la familia y que yo haría todo lo posible por salvarla. Todos debían hacer caso a mis propuestas sin cuestionar demasiado, pues venía de un tiempo en el que todo lo que iba a ocurrir ya era pasado y yo tenía la clave para salvarles. Levanté la vista de la carta manuscrita, Jaime me observaba impaciente.
—No quisiera importunarte, pero es difícil no hacer preguntas en estas circunstancias. ¿Podría saber si tienes algún plan para impedir el cúmulo de desgracias que dices que nos esperan?
Sus ojos albergaban cierta duda sobre la veracidad de los hechos y sobre mi propia valía. Pero ya que estaba allí, decidí olvidar todas las dudas que pudiera generar y centrarme en ayudarles. 
Hacía mucho tiempo, desde la muerte de Dani, que no me sentía con fuerzas para casi nada. Sin embargo, aquella misión, en cierto modo, me había devuelto a la vida y, a pesar de desear que lo que estaba ocurriendo fuera tan real como a mí me parecía, mi parte racional no hacía más que repetir que se trataba de un sueño. 
Fuera lo que fuera, me dejé llevar por las circunstancias dispuesta a ayudarles. Además, el que supieran que procedía de un siglo venidero, permitía ahorrarme la extravagante explicación de que era una descendiente del futuro y, por tanto, sabía parte de lo que iba a ocurrir. Sin duda, podía centrarme en lo práctico. Aun así, al hacerme consciente de este hecho, no pude evitar cierta sorpresa, ya que ellos habían tomado mi aparición como algo esperado.
Intenté centrarme en los hechos y hacer memoria de todos los puntos que habían acontecido o que aún estaban por suceder, intentando desglosar la situación en pequeñas partes, como fracciones diferentes de un mismo problema. Al fin y al cabo, todo comenzaba con la muerte de Mónica, pero eso ya había ocurrido y nada se podía hacer para remediarlo. 
El siguiente en fallecer, según me había informado mi abuela, era el primogénito de Jaime, que por aquel entonces se encontraba en Madrid estudiando Leyes. También me había contado que había muerto por un fortuito disparo fruto de las revueltas del Motín de Aranjuez. Era preciso salvarle, sin embargo, había que darse prisa. Nos encontrábamos a 17 de marzo de 1808, misma fecha del comienzo de las revueltas del Motín de Aranjuez. Durante los siguientes días no serían pocos los altercados que acontecerían en el lugar. Lo había estudiado ya hacía algunos años en la carrera de Historia, aún así, recordaba los acontecimientos y las fechas con claridad. 
Decidí comenzar con la explicación de los sucesos que pronto se desencadenarían, era mi modo de recapitular el pasado más cercano para situarme a mí misma en el pasaje de la historia en el que me encontraba y de este modo, cerciorarme de que lo que había estudiado era lo que había ocurrido en realidad.
—Bien, —comencé pensativa—. Estamos en 1808… Pero es en 1792, en plena Revolución Francesa, cuando se produce la destitución de Luis XVI en Francia. La monarquía española no está de acuerdo con los sucesos en este país. Esta situación hace que se firme una coalición con Inglaterra frente a Francia, que da lugar a la Guerra de la Convención, entre 1793 y 1795, que acabó con la firma del Tratado de Basilea, en la que España, en su derrota, no tuvo otro remedio de pasar a ser aliada de Francia, ¿no fue así? —pregunté mirando a Jaime.
—Así fue —asintió sorprendido.
—Como España pasó a ser alidada de Francia, no tuvo otro remedio que participar en la guerra contra Inglaterra —proseguí concentrada en la versión de la historia que conocía. — Pero, si la memoria no me falla, hace tan solo seis años que ha finalizado esta guerra, bastante desastrosa para la coalición franco-española, y por desgracia estamos a punto de entrar en otra confrontación de nuevo, sin embargo ahora contra Francia.
—¿Confrontación? ¿Contra Francia? —preguntó Jaime—. Napoleón dice que utiliza a España solo como paso hacia Portugal.
Jaime, en su nerviosismo, se levantó apresurado de su asiento y comenzó a caminar por la habitación dando grandes zancadas mientras explicaba lo que él sabía de primera mano. A pesar de creer conocer los acontecimientos que iba a relatar, me interesaba contrastar las diferentes informaciones que pudiéramos tener al respecto. Además, era un modo inequívoco de confirmar que la historia que yo había conocido era la misma que había rodeado a mi familia del siglo XIX y así no errar en ningún momento.
—Fue el año pasado cuando se firmó el Tratado de Fontainebleau. De este modo, Francia y España se unirán en la conquista conjunta de Portugal que, una vez invadido, será dividido en tres zonas —Jaime comenzó a enumerarlas—: el norte será para Carlos Luis de Parma, que es sobrino del heredero, de Fernando VII; la parte central será moneda de cambio para conseguir Gibraltar y la isla de Trinidad, que en este momento es de Inglaterra; y la zona sur será cedida a Manuel Godoy, que casualmente fue él que firmó el tratado…, y el que tomó la decisión de hacerlo.
Esto último lo comentó con una sonrisa enmascarada en cierta sorna. Según tenía entendido eran Godoy y la mujer de Carlos IV, la Reina María Luisa de Parma, quienes en realidad manejaban los entresijos del gobierno del monarca, haciendo y deshaciendo a su antojo. Y no solo en el tema político porque, según habladurías, su relación iba más allá del mero gobierno, llegando en algún momento a sospechar que el propio Fernando VII realmente era hijo de Manuel Godoy y no de quien decía ser, cosa que incomodaba al joven pretendiente, ya que Godoy y el futuro rey, al parecer, no se soportaban.
—Napoleón miente —afirmé con rotundidad—. Es el pretexto que utiliza para poder entrar con total libertad, sin embargo planea un ataque inminente. Ya hay rumores de ello, de hecho, Godoy ha trasladado a toda la familia real a Aranjuez, por si las cosas se ponen feas y tienen que huir a Sevilla, y de ahí a América, tal como ha hecho ya el rey de Portugal. Esta noticia ya está corriendo como la pólvora creando intranquilidad, y hoy mismo, 18 de marzo, desembocará en lo que se llamará el Motín de Aranjuez. Esta revuelta será alentada por los fernandistas, partidarios del hijo de Carlos IV al trono.
—Así que… Samuel tenía razón —murmuró pensativo.
—Tendrá lugar frente al palacio de Godoy, en Aranjuez. De hecho, es probable que las revueltas ya hayan comenzado —continué explicando lo que conocía sobre la historia—. Saquearán y quemarán todo lo que puedan y mañana mismo, 19 de marzo, provocarán la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando VII, así como el arresto de Godoy.
—¿Y de qué manera afectará esto a nuestra familia? —preguntó Jaime temiéndose lo peor.
—¿Hay algún miembro de la familia en Madrid? ¿De alguno que sospeches que pueda participar en el motín de Aranjuez? —pregunté esperando lo afirmativo de la respuesta.
Jaime, con un semblante serio y preocupado, asistió solo con la cabeza.
—Sí, Samuel —contestó con un hilo de voz—. Es…, mi hijo, mi primogénito…— dijo con el temblor propio del que contiene su propio llanto.
—Tienes que mandar a alguien a por él de inmediato, puede verse afectado, puede que muera... —dije esto último lo más bajo que pude.
Jaime, inquieto, se disponía a salir de la habitación.
—Yo mismo iré —comentó decidido.
—¡No! —mi negativa, convertida en un grito, sonó más aterradora de lo que hubiera deseado.
Ambos me miraron atónitos.
— No…, no deberías ir a buscarlo tú —intenté explicarme con la mayor claridad que pude. —Si vas, no lo contarás, morirás en el camino.
Su cara era una mezcla de estupor e incredulidad. En mi empeño por que me creyera, le di todos los detalles que recordaba para convencerlo.
—Unos soldados franceses te abordarán para robarte, te enfrentarás a ellos y en la pelea te asesinarán. 
No hizo falta más y, convencido, asintió con la cabeza.
—Está bien, mandaré a alguien para que vaya a buscarlo.
—Lo mejor es que también vaya un carruaje junto con el jinete, por si viniera herido. Por lo que sé, recibirá un disparo en la pierna durante las revueltas.
Jaime tragó saliva, asintió lo más entero que pudo y salió apresurado a dar la orden de traer de vuelta de Madrid al joven Samuel.
Engracia permaneció conmigo aún dentro del despacho de Jaime. Su semblante era serio y preocupado.
—¿Algo más? —preguntó temerosa.
Asistí con semblante no menos preocupada que la mujer.
—La niña —contesté intentando recordar el nombre de su nieta.
—¿Rosita? —Sus cejas se elevaron haciendo considerablemente más grandes sus ya de por sí expresivos ojos.
—Tifus —contesté—. A causa de los estragos de la guerra y las aguas infectadas, habrá una epidemia, ya que se trasmite a través de los piojos y las pulgas.
El rostro de la abuela se ensombreció aún más. Engracia, curandera de profesión y culta mujer de un médico, conocía todo sobre las dolencias y enfermedades más comunes hasta la fecha.
Poco más le podía decir, no sabía muy bien en qué consistía dicha enfermedad, solo que, si no ponían las medidas preventivas necesarias, la niña podría contraerla y morir.
Engracia dio un largo suspiro sin dejar de mirarme.
—¿Algo más? —volvió a preguntar resignada.
—Sí —musité queriendo acabar cuanto antes con la conversación—. Se trata de ti, Engracia. ¿Tenéis algún enemigo en la comarca que quiera quedarse con la casa y las tierras? 
—Varios —contestó pensativa—. Sin embargo, hasta ahora no han supuesto ninguna amenaza.
—Quieren tu muerte —la informé sin rodeos.— La tuya y la de toda la familia, para quedarse con la casa, las tierras y las aguas subterráneas.
Engracia tragó saliva.
—Otra cosa más. —Esto último era de mi propia cosecha, sabía que el apellido había sido cambiado de Borau a Borao por el odio que suscitaría todo lo relacionado con el país vecino y el origen del apellido familiar—. El apellido, Borau proviene de un pueblo que se llama así, ¿verdad? cerca de la frontera con Francia, en los Pirineos ¿no es cierto?
—Sí —contestó Engracia lacónica sin saber si eso también podía suponer algún problema
—Lo tenéis que cambiar —ordené con firmeza.
—¿Qué lo cambiemos? —preguntó sorprendida.
—Si, por Borao. Si lo “españolizáis” a tiempo habrá menos posibilidades de que os tomen por afrancesados.
El semblante de Engracia dibujó unas pequeñas arrugas en el entrecejo, muy típico de mi familia cuando estamos concentrados, preocupados o ambas cosas a la vez. Me sorprendió que este gesto, que luego se convertía en arruga de expresión en todos los rostros maduros, ya mostrara todo su esplendor a comienzos del siglo XIX.
—Ya lo hacen —afirmó.
Un interrogante se dibujó en mi rostro.
—Ya nos toman por afrancesados: mi suegra era francesa, este mismo edificio lo construyó un hombre de origen francés y en esta casa han frecuentado durante mucho tiempo parientes y amigos de mi suegro provenientes de Francia, mucha gente sabe de las ideas progresistas de Jaime…, es algo que todo el mundo conoce —asintió sincera.
—Durante esta guerra que acaba de comenzar, el odio contra los franceses crecerá a cada minuto. Si es esta imagen la que estáis proyectando es probable acabéis muertos o en el exilio.
—Entiendo —murmuró pensativa.
Pasé todas las horas que restaban del día en el despacho de Jaime, explicando todo lo que sabía e intentando ayudar a que los desgraciados acontecimientos que se cernían sobre la familia, que en cierto modo también era la mía, no ocurrieran jamás. Me sentía como repasando un lienzo que, con el pasar de los años, su pintura se había diluido esperando otra oportunidad más alentadora que la que ya había tenido.
Por fin, salimos las dos mujeres del despacho. Engracia no soltaba mi brazo, lo agarraba con una fuerza sólida y cálida. A pesar de la brevedad de mi presencia, sabía que me había ganado su confianza y su simpatía, y quizás también su cariño.
—Puedes llamarme abuela Engracia —dijo por fin.
Asentí satisfecha, me gustaba la idea. Me recordaba tanto a mi propia abuela, que algo de ella sentía que vivía en nuestra predecesora ¿o algo de Engracia viviría en mi abuela Lucía? Después de todo, la mujer a la que me recordaba aún no había nacido.
Atravesamos el angosto corredor y bajamos las escaleras de caracol dirigiéndonos a la cocina. Las mujeres trajinaban indiferentes provocando los ruidos propios de una cocina del siglo XIX. Algo de familiar hallé en todo aquel alboroto de voces y cazuelas que me recordaban a lo que tantas veces había oído en la lejanía de las noches de mi tiempo. Ahora nadie los escucharía en junio de 2018. 
Engracia me presentó como una sobrina lejana, con el mismo nombre, pero de apellido Borau, en vez de Borao que era como en realidad me apellidaba.
En el salón, por fin, conocí a Rosa y a Pedro, hijos de Jaime y nietos de la abuela Engracia. Me impresionó ver al pequeño del cual nacería yo misma casi doscientos años después y toda la estirpe de familiares contemporáneos a mí, a todos los que había conocido en mi tiempo.
El niño me saludó con un dulce beso en la mejilla y se ruborizó instantes después. Enseguida reconocí que, al igual que los miembros de nuestra familia, era tímido e introvertido. Rosita, una muchacha de unos dieciséis años, se levantó al instante, dejó el libro que se encontraba leyendo y me saludó con una breve reverencia. Yo había imaginado que era más joven, quizás influenciada por el cuadro que había visto del retrato familiar en la que aparecía mucho más niña.
La cena trascurrió con normalidad y nos retiramos pronto a dormir con la inquietud centrada en el único familiar que se encontraba lejos de la casa, a merced de los 
acontecimientos que pronto sucederían.







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